Aunque lo cuente un poco tarde, mi última lectura de 2006 fue El Ministerio del Dolor, de la escritora croata Dubravka Ugresic. Con este libro rompía del todo con mi ley no escrita de leer desde hace muchos años únicamente a autores españoles o literatura escrita en español. Me decidí a leer esta historia triste y amarga de una autora de un país del Este con una cultura aparentemente tan distinta a la nuestra.
El libro relata la historia, tan cercana en el tiempo y en la geografía como desconocida e incomprensible -al menos para mí-, de la guerra y desintegración de Yugoslavia. No tanto la propia guerra como las consecuencias para quienes fueron protagonistas contemporáneos con nombres y apellidos, y dejaron su país para comenzar una 'nueva vida' -si eso es posible- en otro país; en otra ciudad: Amsterdam. Una ciudad en la que yo mismo viví durante tres meses en el año 1994.
Señalo dos momentos de El Ministerio del Dolor:
- Las mujeres, a diferencia de los hombres, eran invisibles. Ellas, desde la transtienda, empujaban la vida hacia delante. Remendaban los agujeros para que la vida no se derramara, ejercían la vida como el quehacer de cada día. Los hombres, como si no tuvieran ninguna tarea, vivían el exilio como si los aquejara una grave invalidez.
- Las célebres ventanas de Amsterdam sin cortinas descubrían el interior de las casas. El interior descubría la ausencia de intimidad. El derecho sagrado a la intimidad se confirmaba en una paradoja: su ausencia.
El libro relata la historia, tan cercana en el tiempo y en la geografía como desconocida e incomprensible -al menos para mí-, de la guerra y desintegración de Yugoslavia. No tanto la propia guerra como las consecuencias para quienes fueron protagonistas contemporáneos con nombres y apellidos, y dejaron su país para comenzar una 'nueva vida' -si eso es posible- en otro país; en otra ciudad: Amsterdam. Una ciudad en la que yo mismo viví durante tres meses en el año 1994.
Señalo dos momentos de El Ministerio del Dolor:
- Las mujeres, a diferencia de los hombres, eran invisibles. Ellas, desde la transtienda, empujaban la vida hacia delante. Remendaban los agujeros para que la vida no se derramara, ejercían la vida como el quehacer de cada día. Los hombres, como si no tuvieran ninguna tarea, vivían el exilio como si los aquejara una grave invalidez.
- Las célebres ventanas de Amsterdam sin cortinas descubrían el interior de las casas. El interior descubría la ausencia de intimidad. El derecho sagrado a la intimidad se confirmaba en una paradoja: su ausencia.