Pestañas

26 marzo, 2012

Una chica frágil «En el café de la juventud perdida», de Patrick Modiano




Escribo en esta tarde de domingo con la tristeza de saber que ha muerto  en Lisboa Antonio Tabucchi, del que hablaba -sin saber de su enfermedad- en la entrada anterior de este mismo cuaderno digital. Me queda la tristeza de su pérdida pero también sus novelas y, en especial, ese libro con encanto que fue para mí «Sostiene Pereira», en un momento y un lugar muy señalados.

Aquel era un libro amarillo de Anagrama, igual que este cuya lectura termino esta semana, «En el café de la juventud perdida», del francés Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), publicada en España en 2007. Curiosamente ambas novelas tienen a dos ciudades por escenario, jugando un papel como de esos actores secundarios sin los cuales la película nunca sería la misma. En el caso de Tabucchi era Lisboa, la ciudad donde precisamente ha dejado de latir su corazón y, en el caso de Modiano, París, con las calles de las zonas neutras, como dice uno de los personajes: «Las zonas neutras tienen, al menos, esta ventaja: no son sino un punto de partida y, antes o después, nos vamos de ellas». 

Después de leer «En el café de la juventud perdida» -cuyo descubrimiento y recomendación debo a @karostra- Patrick Modiano es, por lo tanto, otro de los escritores a quien debo tachar de la Lista de Autores Desconocidos. Es una novela corta cuyo cierre, por lo sorprendente, me ha hecho pensar en un cuento largo cuyo título no engaña. Nos habla Modiano del café parisino donde se reunen -en la década de los 60- varios jóvenes de entre 19 y 25 años: «En Le Condé nunca nos hacíamos unos a otros preguntas acerca de nuestros orígenes. Éramos demasiado jóvenes, no teníamos pasado alguno que desvelar, vivíamos en el presente. [...] Le Condé era para mí un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida».

«En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos».

Patrick Modiano
En el centro de la escena está Louki, una joven frágil y en contínua búsqueda de la que Modiano apenas ofrece alguna descripción («con el busto erguido, ademanes lentos y armoniosos y sonrisa casi imperceptible, aguantaba estupendamente el alcohol»), sino que nos dice únicamente que era diferente de los demás. Es ella misma quien nos da algunas pistas reveladoras: «Noté esa sensación de angustia que se apoderaba de mí, muchas veces, de noche, y que era aún más fuerte que el miedo, esa sensación de que en adelante sólo iba a poder contar conmigo misma, sin recurrir a nadie [...] No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión». Otro personaje nos dice además que «Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre».

Me ha gustado la forma en que Modiano construye el relato, incluyendo retazos de misterio y dando voz a cada uno de los personajes principales en diferentes capítulos de forma que vamos atando cabos sobre Jacqueline Delanque, aquella chica que todos conocen como Louki. Una pequeña novela para leer con calma, sin prisa, para saborear la escritura de Modiano y volver a sentir la incertidumbre de ser joven.

«A mitad de la verdadera vida,
nos rodeaba una adusta melancolía,
que expresaron tantas palabras burlonas y tristes,
en el café de la juventud perdida» 
GUY DEBORD

P.D.- Esta semana he tomado la decisión -libre y responsable- de incluir en mi Lista de Autores Desconocidos a dos escritores noveles y, por tanto, doblemente desconocidos: Gonzalo Garrido, que publicará en las próximas semanas «Las flores de Baudelaire» (Editorial Alrevés), y Pablo Cerezal, con «Los cuadernos del Hafa» (Ediciones Carena), su primera novela también. Leeré y contaré.

21 marzo, 2012

La aventura de «El barón rampante», de Italo Calvino



Hace mucho que Italo Calvino (nacido en Cuba en 1923 y fallecido en Siena en 1985) figuraba en mi Lista de Autores Desconocidos, esa que está compuesta por todos aquellos escritores que uno cree que debería haber leído hace tiempo pero que no ha leído todavía. Calvino era uno de ellos porque además de que la fama literaria le precede, sentía curiosidad por acercarme a otro de los autores italianos que, no sé exactamente por qué, siento tan cercanos. Empezando por los maravillosos relatos de Alberto Moravia y siguiendo por las novelas de Umberto Eco, Antonio Tabucchi  o  Melania G. Mazzuco, mientras que otro imprescindible -Cesare Pavese- continúa aún por descubrir.

Por tanto, leer «El barón rampante» (Ediciones Siruela, 2011; traducción de Esther Benítez) me ha permitido tachar a Italo Calvino de esa lista pero, mucho más, disfrutar de una deliciosa novela. Es un clásico del autor –publicada por primera vez en 1957- que algunos han calificado como novela de juventud, ideal para ser leída en la adolescencia, probablemente por el argumento y la edad del protagonista: «Cuando tenía doce años, Cosimo Piovasco, barón de Rondò, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramó a una encina del jardín de la casa paterna […] y anunció su propósito de no bajar nunca de los árboles». Efectivamente esa es la trama, que transcurre entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Dicho todo lo cual, lo que pudiera parecer un cuento infantil no lo es en absoluto y nadie debería considerar su edad para decidirse a leer El barón rampante. Como el propio autor nos cuenta, es «un libro que rehuye cualquier definición precisa, tal y como el protagonista salta de una rama de acebo a la de un algarrobo y resulta más inaprensible que un animal selvático».

Italo Calvino nos cuenta las peripecias de Cosimo en la voz de su hermano menor, a través del cual conocemos su determinación y, sobre todo, su forma de observar el  mundo desde su atalaya de olivos, nogales, fresnos, plátanos, castaños, acebos, melocotoneros, almendros, cerezos o higueras. «Era el mundo lo que ya era distinto para él, hecho de estrechos y curvados puentes en el vacío, de nudos, escamas o arrugas que hacen rugosas las cortezas, de luces cuyo verde varía según el toldo de hojas más abundantes o más ralas, temblorosas a la primera sacudida del aire en sus pedúnculos, o movidas como velas cuando se curva el árbol»

Italo Calvino
Dice el propio Calvino que El barón rampante es «una aventura escrita como juego, pero a veces el juego parece complicarse, transformarse en algo distinto». Yo me alegro de haber leído sin duda algo distinto y de haber llegado finalmente a Calvino, a quien espero frecuentar ahora que sé que Ediciones Siruela ha editado las obras del escritor italiano en su propia Biblioteca Calvino.

P.D.- Y de Calvino a Modiano, otro de esos autores europeos a los que también, por fin, tacharé de la lista. Los dos son libros que compré en Librería Benedetti

12 marzo, 2012

«Sunset Park», la herida que no sana



Empiezo sin más rodeos por concluir que «Sunset Park» (Faber and Faber, 2010), de Paul Auster, es una buena novela, aunque creo  haber leído que no de las mejores del autor que vive en Brooklyn. Como todo es relativo lo mejor es comprobarlo por uno mismo. Auster pone en el centro a Miles Heller, un joven de veintiocho años atormentado por un hecho fatal ocurrido en su adolescencia, rodeado por sus padres y sus nuevas parejas con quien no se habla hace años; por su novia Pilar a quien conoce en Florida, y por los tres amigos con quienes ocupa la casa abandonada de Sunset Park. Con estos mimbres, y a través de los ojos de todos ellos, reconstruye Auster la historia de Miles -marcado por una herida interior que probablemente no sanará, que siente el dolor pero no lo dice a nadie, como nos cuenta el autor- en un momento agravado por la crisis, es el año 2008, cuando la vida de muchos jovenes no está tocada precisamente por la esperanza.

Leo «Sunset Park» en la lengua original en que está escrita, sabiendo que pierdo matices por el camino mientras gano también otros, y con la satisfacción de reconocer las mismas palabras y los mismos trazos que el escritor engendra en su cabeza y plasma después en el papel. Ahora que Paul Auster ha paseado recientemente por España su imagen de galán de cine para presentar su última novela -Diario de invierno-, leer su obra en inglés parece que te acerca incluso más a él. Cuando describe a Miles en palabras de uno de sus amigos, parece resonar con más fuerza su acento americano: «As far back as he can remember, Miles seemed different from everyone else, to possess some magnetic, animal force that changed the atmosphere whenever he walked into a room».

Sunset Park, Brooklyn (New York)
Esa es otra de las cosas que me gustan de Auster, el don recibido -o el talento tan bien trabajado- para describir a sus personajes y hacerlos no solo de carne y hueso sino tan cercanos en su forma de ser y comportarse que llegamos a conocerlos y quererlos. Curiosamente Auster habla de uno de los personajes, escritor como él, para hacernos ver en qué consiste su vida: «His whole life has been spent putting words and sentences together, paragraphs together, books together». Por eso volveré a Auster. Sin prisa, saboreando cada una de sus novelas, conservando como conservo pasajes y destellos literarios que me han cautivado de este escritor de 65 años recién cumplidos.
 

05 marzo, 2012

Con libros o sin ellos



"A veces me gustaría que los libros fueran como cassettes"
Raro es el día en que no leemos o escuchamos algo sobre ese tira y afloja que se traen el libro tradicional y el libro electrónico, sobre quién logrará llevarse el gato al agua, sobre qué modelo han de seguir los editores y los libreros para no perder comba, sobre qué precio debe de tener este último si ya no está hecho de papel ni tiene tapas, sobre si los lectores prefieren el olor del papel o las manchas de la tinta electrónica, en fin, sobre qué será de eso que hasta ahora conveníamos en llamar libro, y sobre lo que a nadie se le ocurría cuestionar su naturaleza.

Al fin y al cabo el libro, de papel o electrónico, está en el centro de toda este torbellino cuando realmente es lo único que separa -o bien lo que une- al autor y su lector. Estamos hablando, obviamente, del libo como objeto, pero no de la obra en sí misma, el relato o la historia -en el caso de la ficción- que ha salido de la cabeza de su autor. El escritor podría leer su obra en un teatro en voz alta, como un compositor interpreta su música en un escenario para que sea escuchada. ¿Cómo iba a esperar un Mozart o un Beethoven que su música sería escuchada algunos cientos de años después fuera de las salas de concierto, primero en un gramófono, después en un tocadiscos y en una cassette, más tarde en un compact-disc, luego en un reproductor mp3, en un ordenador y, finalmente, con unos auriculares conectados con cables o sin ellos a nuestro teléfono móvil? 

El reproductor está en nuestro cerebro
Imprenta de Gutemberg
Esta carrera desenfrenada en la evolución de los reproductores musicales ha sido sin embargo especialmente lenta, contada en varios siglos, en el caso de los reproductores de la palabra, básicamente uno solo -el libro con mayúsculas- gracias al increíble ingenio de Gutemberg. Es verdad que los copistas medievales ya componían libros preciosos, pero fue al alemán a quien se le ocurrió la forma de multiplicar casi hasta el infinito la obra escrita de un autor. Pero si me apuran más, incluso con la enorme ventaja que supuso la invención de la imprenta de tipos móviles, una diferencia fundamental con la música es que en el caso de la literatura, por ejemplo, -y sea cual sea el soporte físico- el reproductor está en nuestro cerebro para convertir letras y palabras -electrónicas o impresas en papel- en las imágenes, sentimientos y sensaciones que el escritor ha querido sugerir. 

Intentar adivinar el futuro del libro es complicado; nadie tiene la bola de cristal para saber cómo será o en qué tipo de soporte se convertirá en pocos o muchos años, pero de lo que no hay duda es de que seguirá habiendo gente con ganas de contar historias y mucha más gente con ganas de leerlas. Con libros o sin ellos siempre nos quedarán autores y lectores. Mientras llegue ese momento sigamos leyendo.

P.D.- «A veces me gustaría que los libros fueran como cassettes. Cartuchos que uno pudiera insertarse directamente al cráneo. No estoy hablando de audiolibros ni de evitar la lectura. Hablo de que ya habiendo leído el libro, poder cualquier jodido día, rememorar la sensación que el libro te dejó al terminarlo, pero en el tiempo que dura una canción». Es lo que dice Pierre, el autor de la ilustración que acompaña esta entrada, en su blog hueso hueso.

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