Pestañas

29 agosto, 2011

Aquel verano de «1Q84»

Igual que todos los veranos tienen su canción, para mí todos los veranos también tienen su libro. Mi libro de este verano, el que reservo para leer durante las vacaciones, donde saborear la lectura sin prisa y en otro espacio distinto al habitual, ha sido «1Q84» (libros 1 y 2) (Tusquets Editores, 2011), de Haruki Murakami. Desde hace tiempo lo esperaba con cierta impaciencia y, por lo tanto, con mayor ansiedad, sobre todo cuando te enfrentas a más de setecientas páginas.

Bueno, todo esto está muy bien, dirás, pero «¿Qué tal?,  ¿te ha gustado la novela?», a lo que yo te respondo de esta manera: «Me ha gustado porque es un 'Murakami', pero no es el mejor 'Murakami' que he leído». No sé si se nota algo (¿mucho?) un tinte de decepción en la respuesta. Ya lo he comentado alguna vez; sucede como en el cine, cuanto más premios y elogios recibe una película, más empeño pone uno en ir a verla, y luego, cuando sales y no te ha gustado tanto, el batacazo parece mayor. Algo así me ha sucedido con 1Q84.

Pero sí, me ha gustado. He disfrutado leyendo al Murakami de los personajes (Aomame, Tengo o Fukaeri) y situaciones -el sexo siempre presente en segundo plano- marca de la casa, tratando de descifrar el engranaje que arma y anima toda la novela. Pero hasta ahí -durante más de dos tercios de la novela-, hasta que su autor desvela las incógnitas en una forma que a mí, personalmente, no me gustó. Descubrí entonces un Murakami más "comercial", o quizá debería decir más infantil o cinematográfico, como si buscara en la resolución de la trama -una extraña combinación de Matrix y Walt Disney- la justificación de su continuación. Un paso (en falso) que lo aleja de la altura de Tokio Blues o de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Ojalá que en la última parte (libro 3) que falta por publicar la decepción se torne otra vez en entusiasmo.

  • Algunas frases que subrayé mientras leía:
- ...tenía una manera de hablar estrafalaria, le gustaba el vino blanco y poseía unas bellas facciones, de las que perturban el corazón de la gente.

- Un gato grande entornaba los ojos y se calentaba al sol en un charco de luz sobre el tejado.

- En algún momento, el mundo que conozco ha desaparecido o se ha marchado y un mundo diferente lo ha sustituido. Igual que un cambio de agujas en las vías del tren.

- El tiempo se detuvo y el mundo llegó a su fin. La tierra dejó poco a poco de rotar y todos los sonidos y las luces se extinguieron.

- En medio de aquel silencio, ambos sondeaban la maraña de sus respectivos pensamientos. Las cigarras seguían cantando hasta la extenuación, sin inmutarse.

«Realidad A y Realidad B», artículo escrito por Haruki Murakami procedente de "The New York Times"

P.D.- De este libro me quedará el recuerdo imborrable del olor de la higuera que, a mi lado, me acompañaba mientras leía por las tardes. Siempre será "aquel verano de 1Q84".

22 agosto, 2011

Por los suaves labios rojos

Juan Ramón Jiménez 
En este tiempo de canícula, cuando las ocupaciones son otras y los medios técnicos escasos -pero también porque la poesía no abunda en La Palabra Infinita- recupero este poema de Juan Ramón Jiménez (Huelva, 1881). Pertenece a El jardinero sentimental, una de las partes en que se divide su poemario Arte menor, datado en 1909. La recuperación es textual pues lo copio de una cuartilla manuscrita por mi hace muchos años, con una letra más ordenada con la que escribo hoy, acompañada de un pequeño dibujo. No sé de dónde copié el poema, pero me debió de gustar igual que me sigue gustando ahora.

« Señor, matadme si queréis...,
¡pero, Señor, no me matéis!
¡Oh, Señor!, por el sol sonoro,
por la mariposa de oro,
por la rosa y por el lucero,
por los vilanos del sendero,
por el trino del ruiseñor,
por los naranjales en flor,
por la perlería del río,
por el dulce pinar umbrío,
por los suaves labios rojos,
de ella, y por sus grandes ojos,
¡Señor, Señor, no me matéis!...
Pero matadme si queréis. »

El jardinero sentimental
Juan Ramón Jiménez

15 agosto, 2011

Paul Auster: una extraña manera de pasarse la vida

Hace tiempo que leí un maravilloso texto de Paul Auster (Newark, 1947), el escritor norteamericano que vive en Nueva York. No pertenecía a ninguno de sus relatos o novelas sino que era el discurso que pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias en el año 2006, y que hablaba sobre el oficio de escribir. Aunque algunos ya lo conoceréis, tenía ganas de compartirlo. Yo no me canso de saborearlo de vez en cuando:  


«No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa»


Para leer el discurso completo haz clic aquí.

08 agosto, 2011

De la muerte y «Los enamoramientos»

Después de El jinete del silencio y antes de abordar el ‘libro del verano’ en el que ahora estoy enfrascado, cayó en mis manos, en formato electrónico,  «Los enamoramientos» (Alfaguara, 2011), la última novela de Javier Marías (Madrid, 1951). Ha sido de alguna forma un libro frontera, no solamente por ser la última lectura antes de las vacaciones sino porque, además, lo empecé a leer en Nueva York y lo terminé ya en España.  

Sin tener ninguna idea previa sobre su contenido y únicamente guiado por el título (ya he dicho alguna vez que nunca leo antes el resumen de las cubiertas) podría parecer que Los enamoramientos es una novela de amor. Y para mi sorpresa lo que encontré fue una novela que habla sobre la muerte, no solo sobre el hecho físico del paso de la vida a la muerte sino más bien sobre la desaparición de un ser querido; sobre la muerte y también sobre el amor, y sobre una perspectiva desde la  que yo al menos nunca me había parado a pensar: “ la inconveniencia de que los muertos pudieran volver, por mucho que se los haya llorado y que en apariencia nada se deseara tanto como su regreso, o al menos que siguieran vivos”.

Para hablar de enamoramientos (“hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las telenovelas”), y de muerte, Marías se sirve de una mezcla de géneros como el thriller, la novela policiaca y la novela de amor, donde el inicio –el planteamiento de la novela- me dejó con la boca abierta y con una ganas tremendas de seguir leyendo, el punto de apoyo del que se sirve el escritor para elaborar sus ideas sobre la muerte y los muertos, eso sí, con las que se puede estar o no de acuerdo.

Por eso la historia es importante pero lo es más, en el caso de Javier Marías, un estilo totalmente personal, alejado de la frase corta y concisa. Muy al contrario, donde las frases son largas, elaboradas, construidas con un lenguaje preciso donde las palabras giran y giran hasta dar con  todos los matices necesarios, hasta poner negro sobre blanco un pensamiento o una idea que aunque pudiéramos saber o imaginar que existe nunca hubiéramos pensado que pudiera expresarse.

De Javier Marías había leído hace muchos años Corazón tan blanco -también por cierto con un arranque sobrecogedor en apenas un par de páginas-, que le hizo popular, aunque tengo la impresión de que es un autor en cierta forma de culto, más literario que popular –aunque ambas cosas puedan ir unidas-, muy reconocido y premiado en el panorama internacional. Yo solo puedo decir que me ha gustado mucho leerle y que me ha hecho darme cuenta de que quizá no debería perderme novelas suyas anteriores como son Mañana en la batalla piensa en mí o los tres volúmenes de Tu rostro mañana.
         
  • Algunas frases que subraye mientras leía:
- Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esas palideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como si no solo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas, las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida.

- Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía.

- Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada.

- Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quien abandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate.

El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunque al principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte.

- Tampoco quiero ser como los malditos libros entre los que me paso la vida, cuyo tiempo se está quieto y acecha cerrado siempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vez más su vieja historia repetida.       

P.D.- De lo que me he dado cuenta también es que debería tener más vacaciones para leer todo lo que me gustaría leer, de Javier Marías o de cualquier otro autor. Algún día llegará ese momento. Espero.  

01 agosto, 2011

La hermosa casa de Washington Irving

Al norte de la ciudad de Nueva York, en la orilla del río Hudson, se encuentra la casa que construyó Washington Irving para retirarse a su vuelta de Europa, sin haber cumplido todavía los 50 años. Fue en 1835 cuando compró la pequeña casa de piedra junto a 10 acres de terreno. Remodeló la casa y construyó a su alredeor un magnífico jardín de estilo romántico.

Irving, nacido en Manhattan, murió en aquella casa, en la localidad de Tarrytown, en 1859 rodeado de su familia. Como nos cuenta la guía que enseña la casa, ataviada con el atuendo de la época, "tal fue su fama como escritor que hasta cerraron las escuelas de Nueva York en señal de duelo". Lo mejor de la visita es que uno ve cómo era una casa de entonces, porque se conserva prácticamente tal cuál era; quizá la casa de alguien adinerado pero lejos de ser una mansión.

Lo que más me impresionó fue ver el pequeño despacho y la mesa donde escribía, en la que curiosamente reposan dos dagas que compró en España (Washington Irving fue embajador en Madrid entre 1842 y 1845). Pero más sorprendente todavía es el espacio construido detrás de ella, al fondo de la habitación, apenas más grande que un armario, separado por una cortina y provisto de una tumbona donde Irving gustaba de echar la siesta y descansar. Le imagino en aquella estancia en los crudos días de invierno y nieve, con la chimenea crepitando, dejando volar su imaginación y escribiendo afanosamente con la pluma.

Washington Irving
«My own place has never been so beautiful as at present. I have made more openings by pruning and  cutting down trees, so that from the piazza, I have several charming views of the Tappan Zee and the hills beyond; all set as it were in verdant frames, and I am never tired of sitting there in my old Voltaire chair, on a long summer morning, with a book in my hand, sometimes reading, sometimes musing on the landscape, and sometimes dozing and mixing all up in a pleasant dream.»

Washington Irving en una carta a Sarah Paris Storrow. 23 de agosto de 1847.

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