Pestañas

23 abril, 2012

«El verano sin hombres», de Siri Hustvedt

Reconozco que no me siento con el ánimo suficiente para hacer un comentario sobre «El verano sin hombres» (Anagrama, 2011), pero tampoco quería faltar a la cita del blog y dejar testimonio de que esta ha sido mi última lectura, la novela de la guapísima autora norteamericana Siri Hustvedt (Minnesota, 1955), esposa de Paul Auster. Creo que lo mejor que podéis hacer es leer el libro si algo os llama la atención. Sólo dejo algunas de las frases que subrayé mientras leía:

- «A diferencia de los jóvenes que vislumbran el fin de sus días de una manera remota y filosófica, aquellas mujeres sabían que la muerte no era una abstracción».

- «Al menos mis ruinas habían sido parcialmente reconstruidas y ya no gemía delante de ella».

- «No se puede vivir sin asentarse sobre tierra firme, sin sentir un espacio que no sólo es externo sino también interno: un espacio mental».

- «Envejecer no está mal. El único problema es que se te va cayendo el cuerpo a pedazos».

- «No sólo somos receptores del mundo que nos rodea, también somos sus activos creadores.

- «... en Nueva York, donde los nudistas, los locos y los estrafalarios se mezclan sin problemas con la gente normal...»

- «Todos nos estamos muriendo, uno a uno. Olemos a mortalidad y no podemos desprendernos de ese aroma».

P.D.- Por supuesto, feliz Día del Libro para todos.

16 abril, 2012

«Azul» mediterráneo


Gino Rossi, Marina - Douarnenez
No sé bien por qué -probablemente porque me gustó-, pero recuerdo con especial cariño la lectura de «Azul», la novela de la escritora catalana  Rosa Regás que obtuvo el premio Nadal en 1994 y que leí aquel mismo año en el Cok Hotel de Amsterdam. El propio título evoca ya el Mediterráneo, el color, el paisaje y el mar que impregna toda la novela. Traigo aquí también por su belleza la pintura del italiano Gino Rossi (1884 - 1947) que sirvió para ilustrar la portada del libro editado por Destino (colección Áncora y Delfín). Así empieza la novela:

    «La isla no tenía ningún atractivo especial como no fuera la gran mole de piedra roja que acumulaba el sol desde el amanecer. Por el este se abatía en picado sobre el puerto y por el oeste descendía menos abruptamente hasta formar un valle pedregoso y árido. Desde lejos se destacaba altiva como un vigía, como un faro natural amparando las breves laderas cubiertas de matorral reseco y espinoso.

    La mayor parte de la superficie y del litoral era tan rocosa que al cabo de los años, cuando ya no quedara rincón alguno del Mediterráneo sin explorar, sólo una pequeña playa de marga habría de salvar a sus escasos y derrotados habitantes del ostracismo turístico. Sin embargo era de difícil acceso porque no podía llegarse a ella más que por un estrecho camino que trepaba entre ruinas desde el muelle sur, descendía de nuevo y se borraba a veces, o burlaba al caminante y le llevaba por veredas sin retorno entre construcciones medio derruidas, sin techo, de ojos vacíos y suelos rellenos de cascotes, de cuyas ocultas entrañas brotaba a veces, solitaria y torturada, una higuera. Al retomar el camino, o lo que el desuso había dejado de él, ya podía verse a lo lejos el agua clara y los bajos fondos plagados de erizos, pero antes de llegar se desparramaba sin remedio por un terreno de marismas y una breve playa tosca, de arena roja y ardiente donde nacían yerbajos y matojos y se amontonaban los detritus.

    Exceptuando el puerto era la única salida al mar. En el resto de la costa no había más que rocas que se precipitaban en riscos sobre el agua, paredes de escollos donde batían sin descanso las olas aún con el mar en calma, tan verticales que al filo de mediodía el perímetro completo de la costa quedaba rodeado de un exiguo cinturón de sombra, un relieve sobre el azul opaco, aplastado por la luz, que luchaba por mantener una ínfima zona de frescor frente a la mole rocosa».

09 abril, 2012

«Nadie me verá llorar», de Cristina Rivera Garza



Nunca hubiera leído «Nadie me verá llorar» (Tusquets editores, Colección Andanzas, 2004) si antes no me hubiera encontrado -es un decir- con Cristina Rivera Garza, su autora, en las redes sociales, primero en Twitter (@criveragarza) y después en su blog. De ahí pasé a leer los artículos de su columna semanal en el periódico mexicano Milenio. Supe entonces que es una escritora mexicana, que tiene mi edad (bueno, es cierto, algo más jóven) y que es doctora en Historia. Si elegí esta novela, escrita en 1999, para conocer su narrativa fue quizá por un título con tanta fuerza. En cualquier caso creo estar en deuda con Twitter por haberme presentado a su autora.

Leída en los días de Semana Santa, entre Nueva York y Chicago -prácticamente entre el avión y el hotel-, de «Nadie me verá llorar» me quedo con el tormento de amor de la loca Matilda Burgos, interna en el maniconio de La Castañeda, en el México de principios del siglo XX. Una historia que Rivera Garza recrea libremente sobre la existencia real de una interna y sobre el ambiente del México en los albores de la post-revolución que ella misma analizó en su tesis de doctorado en historia latinoamericana. «Ahí, frente a él, sentada sobre el banquillo de los locos, vistiendo un uniforme azul, la mujer que debería haber estado inmóvil y asustada, con los ojos perdidos y una hilerilla de baba cayendo por la comisura de los labios, se comportaba en cambio con la socarronería y altivez de una señorita de alcurnia posando para su primera tarjeta de visita». Es también una novela sobre el desencanto. Uno de los personajes dice: «El  desencanto está en boga. Mencionarlo es un rasgo de inteligencia, el  sello de un espíritu refinado».

C. Rivera Garza (Matamoros, 1964)
Pero además de dejarme arrastrar por la historia de Matilda y el fotógrafo Joaquín Buitrago pensaba dónde Cristina Rivera Garza podía encontrar las palabras para evocar ciertos sentimientos: «El sonido invadió su cabeza todo el día y toda la noche. No era el monótono zumbido de una abeja, sino el estrépito de un vaso de cristal rompiéndose en la sangre». Y es que además de novela y relatos ha escrito también poesía. Se puede leer en la novela: «La luz, desde lejos, se confunde con el paso de una luciérnaga extraviada en el corazón del invierno. [...] Las palabras se habían vuelto vocablos sin razón, sonidos que, una vez articulados, se confundían con el aire. [...] ¿Quién no ha soñado frente a una taza de porcelana tatuada con las huellas del lápiz labial de una mujer?». 

Sí, es una lectura que requiere volver sobre las palabras y releer en ocasiones pero que por eso mismo se saborea mejor y no deja indiferente. Después de todo, me alegro mucho de poder tachar a Cristina Rivera Garza de mi Lista de Autores Desconocidos. ¿Por qué -me pregunto ahora- he tardado tanto en saber sobre ella? Pero también me pregunto por qué es necesario ilustrar la portada de la novela de un escritora mexicana con una pintura de otra artista mexicana: Frida Kahlo.

P.D.- Precisamente ahora que regreso a Madrid comienzo a leer a una escritora que vive en Brooklyn, Nueva York: Siri Hustvedt.

02 abril, 2012

«Claraboya», la primera-última novela de Saramago


Otra vez un avión ha servido como la mejor sala de lectura posible para leer, en esta ocasión, la primera y a la vez novela póstuma de José Saramago. Escrita hace 50 años, el después Premio Nobel de Literatura envió el manuscrito de «Claraboya» cuando tenía 31 años. Nunca recibió contestación hasta que en 1999 la editorial encontró el manuscrito: "Para la editorial sería un honor publicar el manuscrito encontrado en una mudanza de las instalaciones", pero Saramago no permitió su publicación mientras él viviera.

Quise leer «Claraboya» (Alfaguara, 2011) -"libro escrito en las horas nocturnas tras jornadas de trabajo en empleos que no eran fáciles"- porque nunca había leído a Saramago (otro escritor en la Lista de Autores Desconocidos) y porque me pareció un fantástica oportunidad comenzar precisamente por su primera novela de juventud, escrita cuando su nombre no significaba nada e intentaba dar sus primeros pasos como escritor.

El resultado me ha parecido inmejorable y me ha hecho pensar precisamente en las razones de la editorial para no publicarlo y, aún más, en la madurez, por algunos de los temas que aborda, de aquel joven de treinta años. "Claraboya es una novela de personajes -dice Pilar del Río, su viuda, en el prólogo-. Se sitúa en Lisboa, en los años cuarenta, cuando la Segunda Guerra ha terminado, no la dictadura salazarista, que aparece como una sombra o un silencio que todo lo envuelve", aunque no es en absoluto una novela política.

Sin duda es una novela de personajes, los vecinos de una misma casa, a quienes podemos observar a través del microscopio de su mirada y conocer sus deseos y miserias. No en balde Saramago hace toda una declaración de intenciones cuando comienza la novela -que dedica a la memoria de su abuelo- con una cita de Raul Brandâo:

«En toda las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido».

Recordaré ese vuelo y recordaré esta novela con un buen sabor de boca, el que deja la buena literatura y la pasión por escribir de un escritor novel que llegaría a ser, con el paso de los años, premio Nobel.



Algunas frases que subrayé mientras leía:

- «El viejo reloj de la sala, que Justina heredó a la muerte de los padres, tocó nueve campanadas gangosas, tras un trajín de maquinaria cansada».

- «Luchaban, sin desfallecimiento, uno y otro, el sonido contra la obstinación de la desesperanza y la certeza de la muerte, el silencio contra el desdén de la eternidad».

- «El tiempo se deslizaba, incesante, con ese rumor sedoso que tiene la arena que cae de una esfera».

- «Lo que cada uno de nosotros tenga que ser en la vida, no lo será por las palabras que oye ni por los consejos que admite. Tendremos que recibir en la propia carne la cicatriz que nos transforma en verdaderos hombres».

- «¿Para esto vivimos? ¿Para hacer hijos y lanzarlos a la batalla? ¿Para construir ciudades y arrasarlas? ¿Para desear la paz y tener la guerra?»

P.D.- En el avión -además de Claraboya- también viajaron conmigo las novelas de otras dos mujeres: «Nadie me verá llorar», de Cristina Rivera Garza, y «El verano sin hombres», de Siri Hustvedt.

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