Fui con mi hijo a
Barnes & Noble buscando un libro de gramática inglesa. Había oscurecido ya y lloviznaba en nuestro paseo por la calle Broadway. Encontramos el libro y era pronto. En el segundo piso hay un espacio para conferencias dedicado a la presentación y comentario de libros. Estaba anunciada una presentación para las siete de la tarde y decidí quedarme, aunque después me di cuenta de que no era esa tarde sino que estaba prevista para otro día. En las sillas de aquel espacio había varias personas leyendo en silencio, como si se tratase de la sala de lectura de una biblioteca.Inmediatamente pensé que imitarles sería una buena idea, y busqué en una pantalla de ordenador el mismo libro que estoy leyendo en casa. Lo encontré en versión de tapa dura (
hardcover) y me senté a leer allí como un
newyorker más, retomando la historia de Mariam en aquel santuario de silencio y recogimiento. Delante de mí, en otra de aquellas sillas negras plegables, un hombre oriental había recogido algunos libros y manuales sobre aplicaciones para el iPhone (pensé que sería un desarrollador de aplicaciones, una especia de geniecillo de los que inventan esas cosas tan llamativas que luego vemos en la pantalla del teléfono de Apple). En el extremo de la primera fila –yo me sentaba atrás del todo- una mujer leía descalza, con las sandiazas a un lado, reposando los pies desnudos sobre la moqueta color
barnesandnoble. En el frente de aquel patio de butacas, como un decorado de madera sobre la pared, se podía ver también el logotipo de la librería:
“Barnes & Noble – Booksellers since 1873”. Mientras leía, a mi derecha, Joe Biden, el vicepresidente, me sonreía estúpidamente desde la portada de su libro
Promises to keep. En la estantería de abajo, otro título recordaba por qué hablamos del Imperio Americano:
To lead the world (American strategy after the Bush administration). Intenté abstraerme de aquellas miradas y seguí leyendo. Algunas personas se levantaban y otras ocupaban su lugar. Nadie parecía prestar atención a nadie. Seguí leyendo y había algunas palabras que no entendía. Recordé dónde estaban los diccionarios de inglés. Dejé mis cosas sobre la silla (libro, abrigo y paraguas) y fui a buscar un Oxford ‘minipocket’. Lo consulté en varias ocasiones y apunté su significado en un pequeño papel. Leí tres capítulos. Miré el reloj; se acercaba la hora de la cena. Devolví el libro y el diccionario a sus estanterías (otros dejaban libros y revistas sobre las sillas que luego los empleados recogían). Bajé a la primera planta, pagué el libro de gramática y salí otra vez a Broadway con la calle 82. Había dejado de llover.