Me siento a escribir cuando no ha pasado media hora desde que he terminado de leer «Daisy Sisters» (Tusquets, 2011), de Henning Mankell, en este domingo soleado de febrero. En ese preciso momento en el que al pasar la última página uno queda noqueado -al menos así me siento yo ahora- queriendo saber cómo continuará la vida de Eivor, esa joven sueca que has conocido desde su nacimiento y que abandonas cuando ya tiene cuarenta años y tres hijos y de nuevo quiere volver a empezar, cuando comprende realmente que sólo podemos «morir después de un esfuerzo que haya tenido sentido».
Quise leer Daisy Sisters para aproximarme de una forma diferente a un escritor popular en todo el mundo por sus novelas policiacas del inspector Kurt Wallander, de las que yo no había leído ninguna. Y ahora, cuando cierro el libro, pienso que fue una decisión acertada aunque me sienta de alguna forma abandonado por el personaje de Eivor después del maratón de lectura de este fin de semana que me ha hecho meterme en la novela como no lo había conseguido hasta la mitad de sus páginas cuando sólo había podido leer a salto de mata vencido por el sueño cada noche.
Por eso la lectura ha tenido dos partes bien diferenciadas: un arranque interesante pero intermitente al que siguió cierto rechazo por la forma en que escribe Mankell, desde una tercera persona fría y distante, como una sucesión de fotogramas exhibidos con aparente desinterés que van dando cuenta de la vida de Elna -una de las dos amigas adolescentes, las Daisy Sisters, que en 1941 quieren ver la guerra desde la frontera noruega- y, sobre todo, de su hija Eivor. En un segundo momento, ya inmerso de lleno en la lectura y por lo tanto más familiarizado con la narrativa de Mankell, vemos crecer a Eivor tropezando donde lo hizo su madre, su lucha por sobrevivir y soñar a pesar de los hombres que aparecen en su vida y sus reiterados fracasos. Una y otra vez se levanta reconociendo que «es imposible ir hacia atrás en el tiempo pensando que podemos recoger algo que hemos dejado olvidado», y buscando sin saberlo la felicidad, esa palabra que «siempre está flotando alrededor, fugaz como una pluma».
Henning Mankell ha querido si duda enviar un mensaje de esperanza a través de esta novela que nos habla de la amargura de la vida. Y consigue que, a través de la literatura, le creamos.