Pestañas

20 febrero, 2012

La esperanza oculta en «Daisy Sisters»



Me siento a escribir cuando no ha pasado media hora desde que he terminado de leer «Daisy Sisters» (Tusquets, 2011), de Henning Mankell, en este domingo soleado de febrero. En ese preciso momento en el que al pasar la última página uno queda noqueado -al menos así me siento yo ahora- queriendo saber cómo continuará la vida de Eivor, esa joven sueca que has conocido desde su nacimiento y que abandonas cuando ya tiene cuarenta años y tres hijos y de nuevo quiere volver a empezar, cuando comprende realmente que sólo podemos «morir después de un esfuerzo que haya tenido sentido».

Quise leer Daisy Sisters para aproximarme de una forma diferente a un escritor popular en todo el mundo por sus novelas policiacas del inspector Kurt Wallander, de las que yo no había leído ninguna. Y ahora, cuando cierro el libro, pienso que fue una decisión acertada aunque me sienta de alguna forma abandonado por el personaje de Eivor después del maratón de lectura de este fin de semana que me ha hecho meterme en la novela como no lo había conseguido hasta la mitad de sus páginas cuando sólo había podido leer a salto de mata vencido por el sueño cada noche. 

Por eso la lectura ha tenido dos partes bien diferenciadas: un arranque interesante pero intermitente al que siguió cierto rechazo por la forma en que escribe Mankell, desde una tercera persona fría y distante, como una sucesión de fotogramas exhibidos con aparente desinterés que van dando cuenta de la vida de Elna -una de las dos amigas adolescentes, las Daisy Sisters, que en 1941 quieren ver la guerra desde la frontera noruega- y, sobre todo, de su hija Eivor. En un segundo momento, ya inmerso de lleno en la lectura y por lo tanto más familiarizado con la narrativa de Mankell, vemos crecer a Eivor tropezando donde lo hizo su madre, su lucha por sobrevivir y soñar a pesar de los hombres que aparecen en su vida y sus reiterados fracasos. Una y otra vez se levanta reconociendo que «es imposible ir hacia atrás en el tiempo pensando que podemos recoger algo que hemos dejado olvidado», y buscando sin saberlo la felicidad, esa palabra que «siempre está flotando alrededor, fugaz como una pluma».

Henning Mankell ha querido si duda enviar un mensaje de esperanza a través de esta novela que nos habla de la amargura de la vida. Y consigue que, a través de la literatura, le creamos.

13 febrero, 2012

La teoría del descubrimiento lineal


Todos tenemos un escaner lector.
Plantarse delante de un cuadro en una galería de arte o en un museo significa descubrir la pintura en su totalidad de un solo vistazo. Después, inmediatamente -haciendo un barrido minucioso sobre la superficie con el escaner personal que todos llevamos dentro-, la mirada se detendrá en los detalles, en algún objeto concreto, en las tonalidades del color, la perspectiva, el efecto de la luz o en el rostro de algún personaje retratado. Así, tratamos de descifrar algunos significados, interpretar de la mejor forma posible lo que vemos hasta que nuestro cerebro se forma una idea precisa de lo que hemos visto. Entonces somos capaces de emitir un juicio: nos gusta o nos gusta; nos dice algo o no nos dice nada; nos emociona o nos defrauda; nos enamora o nos deja indiferentes.

Un buen comienzo
Este proceso -con más o menos matices- se repite en la pintura y en la fotografía, pero no así en la literatura -ni tampoco en el cine-, donde el descubrimiento de la obra no es inmediato, a primera vista, sino lineal. En este caso, y a donde quiero llegar, es que un buen comienzo resulta por lo tanto esencial. Puede ser una frase, un párrafo o la primera página, pero sin duda ayudará a que nos quedemos plantados delante del libro hasta que ese escaner maravilloso que tenemos en el cerebro que nos permite leer, imaginar e interpretar lo que no podemos ver nos permita descubrir la belleza que contiene el libro en su totalidad.

Siempre que pienso en estas cosas, que tampoco es todos los días ni a todas horas, recuerdo con verdadero asombro el comienzo de la novela de un escritor español de renombre que leí hace ya quince años. Así comienza el relato:

Se abrió la blusa...
«No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él».

Ya sé que es un principio trágico y que puede resultar desagradable para alguien pero ¿de verdad que no dan ganas de continuar leyendo y descubrir qué sucedió después, qué hizó ese padre y por qué su hija se quitó la vida, o qué nos quiere hacer ver el autor?

P.D.- Pensaba haber dicho quién es el escritor pero prefiero no hacerlo por si alguno lo habéis leído y lo queréis compartir o por si, no habiéndolo leído, os atrevéis a sugerir un nombre. Después de elucubrar sobre la teoría del 'descubrimiento lineal', y ya que has llegado hasta aquí, estoy dispuesto a regalar la novela a quien lo descubra y lo comente.

06 febrero, 2012

A vueltas con la literatura y la calidad


Esta semana pasada -mientras avanzo a trancas y barrancas en la lectura del libro que me ocupa- he podido leer tres textos de distinta procedencia que, aunque desde ángulos distintos también, hablaban de literatura y calidad literaria. Se trata de una entrada (Alma, literatura y un lucio) de Bárbara, autora del blog Dame una tregua; del filósofo y escritor Fernando Savater, en su artículo publicado en El País (Defectos especiales), y de una columna de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (Contra la calidad literaria) en el periódico mexicano Milenio. Merece la pena leer los textos completos con atención pero me pareció interesante dejar aquí para vosotros un esbozo de lo que contienen.

Cierta forma de escritura en papel
Para empezar, un asunto interesante ese de tratar de definir lo que es literatura, como reconoce Bárbara: «La verdad es que esto de la literatura, sobre todo la que lleva MAYÚSCULAS, es un asunto espinoso, más espinoso que un lucio, y que deja así como un poco boquiabierto también». Sin embargo, Cristina Rivera Garza no tiene ninguna duda y aborda la cuestión desde una visión más crítica cuando afirma que la literatura «no es un sinónimo de buena escritura o de escritura de calidad. La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel, usualmente en la forma de libros, y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones a lo largo del periodo moderno».

Savater no entra directamente a definir la literatura en su artículo pero nos dice algo muy interesante que también tiene que ver con los cánones de lo literario. En literatura, afirma, como ocurre también en otros muchos campos, «se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía». Lo explica de una forma maravillosa al inicio de su artículo: «¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos la queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella». Algo, la calidad, que Rivera Garza, autora de libros como Verde Shanghai, deja en las manos responsables del lector: «La calidad, definida como el conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de algo, no es, por otra parte, inherente al texto. No hay nada, de hecho, inherente al texto. No hay nada que venga del texto sin que esto haya sido invocado por el lector. Mejor dicho: lo único inherente al texto es su cualidad alterada».

Insignes kilos de sesos
En términos de calidad Fernando Savater, recordando el caso de Tolkien y otros como Graham Greene,-y para poner de manifiesto que para algunos ser un escritor popular es lo contrario a ser un buen escritor-, dice irónicamente que «¡Cuándo sus libros gustan a tantos algo debe ser de baja calidad, por lo menos la prosa!». Por eso cree que la concesión del Nobel es una anécdota que no debe magnificarse. «Quienes lo han ganado sin duda lo merecían, aunque otros tampoco hubiesen desentonado en su palmarés: Tolstoi, Proust, Joyce, Kafka, Baroja, Borges... Cada uno con su prosa y sus defectos especiales, que les censuran los académicos y tanto les agradecemos los lectores». Bárbara también tiene su propia opinión sobre los académicos, a quienes dedica un bonito calificativo: «Que la literatura es alma al fin y al cabo y que probablemente haya más verdad en un trocito de alma volátil e invisible que en varios tomos de historia de la literatura pergeñados por insignes kilos de sesos».

Cristina Rivera Garza
Rivera Garza introduce finalmente una variable muy interesante al hablar de lo literario -la tecnología- tan en boga en estos tiempos revueltos en  el mundo editorial: «¿Por qué habría de pedírsele a todo texto que parezca como si hubiera sido escrito con la tecnología y los estándares de conducta de sus congéneres del XIX? Pues porque una pequeña elite temerosa de perder los cotos de poder que refrenda su estética lo sigue argumentado aquí y allá en la plaza pública. Por mi parte, estoy convencida de que todo mundo tiene derecho a seguir escribiendo su versión propia del texto del XIX, ciertamente. Lo que esos neoconservadores no pueden hacer ya es esgrimir una noción de lo literario, que es histórica y contingente, como si se tratara de un estándar natural o intrínseco a toda forma de escritura. Seguiré siendo una admiradora de Dostoievsky hasta el último de mis días y, con seguridad, parte de mi trabajo seguirá produciéndose en papel, pero de la misma manera me entusiasman, y mucho, las posibilidades de acción que traen al oficio de escribir las transformaciones tecnológicas de hoy». 

P.D.- Ahora todos a leer, todos a disfrutar de un libro, todos a regodearnos con la literatura, con cualquier clase de literatura... ¡No hay literatura sin lectores!

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